Relato xxx infidelidad… es que me gusta mucho… la verga!

Éramos jóvenes. La barrita del barrio, desde los días de la niñez, con algunos que se habían sumado con el tiempo y otros que se habían ido solo por mudarse del barrio. Pero, con algunos más o menos, éramos bastante unidos y buenos amigos. Nos conocíamos todos, al dedillo: virtudes, defectos, jerarquías que naturalmente se dan, como en todo grupo.

Tomás era «el macho alfa», por así decirlo. Era el líder natural, ese que no se elige, que se posiciona, el que termina decidiendo y al que todos terminan siguiendo casi sin cuestionar. Marcelo era el deportista, con una zurda mágica y endiablada. Jugaba al fútbol como ninguno, envidiable, aunque una lesión de la juventud le había impedido triunfar como profesional. Alexis, el ebrio en potencia, era quien siempre se encargaba de comprar las bebidas, el que siempre tenía un vaso en la mano y al que siempre teníamos que llevar a rastras hasta su casa.

Marcos era el niño genio. Siempre sabía todo de todo, con una mente brillante, siempre con los mejores promedios escolares y al que siempre acudíamos antes de algún examen complicado. Sergio, apodado «el gallego», destacaba por su bruteza nata, chocante con el perfil de Marcos.

Era conocido por su forma de hablar incesante y por «no ser muy amigo» de la ducha diaria. Daniel, el afortunado, era el chico de cara bonita, por quien todas las mujeres suspiraban. Llevaba la conquista a flor de piel y siempre tenía chicas de sobra. Rogelio, por otro lado, era el que no falta en ningún grupo, famoso por presumir de tener «la mejor pija»: la más larga y gruesa, y no escatimaba en alardear al respecto.

Y yo, Dante, era el introvertido. Siempre vagón de cola, el que siempre se guardaba sus emociones, callaba y prefería pasar desapercibido.

En esos días, los últimos días de colegio secundario, salidas nocturnas, partidos de fútbol y juntadas en el club, comenzaron mis primeros roces con Ana Laura, la mujer que, años más tarde, me daría el «sí» en el altar. Ella, al igual que nosotros, pertenecía a un grupito de amigas con quienes, desde hacía muchos años, solíamos cruzarnos en «Sol Naciente», un viejo club de barrio donde asistíamos, especialmente los fines de semana y en temporada veraniega, por la piscina que tenía en la parte posterior.

Al principio nos ignorábamos, pero, cuando crecimos y las hormonas se alborotaron, las cosas cambiaron.

Ana Laura siempre me había gustado. Aun desde los tiempos en que no tenía curvas marcadas y no se había desarrollado, mis ojos siempre habían estado posados en su sonrisa, en la picardía de su mirada y en sus cabellos perdidos al viento. Cuando llegó el momento de mostrar mis cartas, me encontré con dos problemas: mi personalidad, por un lado, introvertido y timorato; cuando quería hablar, las palabras se me atragantaban, más aún si se trataba de una chica.

Y, por el otro, estaba ella: tan bonita, tan perfecta, sus tetas, su culo, su andar, sus caderas, su personalidad. Me parecía enorme, demasiado para mí. No podía imaginar que ella tuviera ojos para mí. La verdad es que, cada vez que nos cruzábamos en el club, jamás pude notar que sus ojos se posaran en mí. Solo la amaba en silencio, masturbándome una y otra vez. En mi imaginación, todas las fantasías eran posibles.

Ana Laura también se había ganado una mala reputación. Decían, por lo bajo, que era una «putita», literal. Que abusaba de la perfección de su físico y de lo naturalmente deseable que era para el sexo opuesto. Aseguraban que se acostaba con cualquiera, con quien le diera la gana.

Era una chica sin sentimientos, que hacía cualquier cosa por una pija. Decían que era terrible en la cama y no sé cuántas cosas más. Yo sabía que la gente habla por hablar, pero también que, por algo, corren los rumores. Sin embargo, prefería ignorarlos, no sumarme a la mayoría. Como dije, solo la amaba en silencio.

Cuando una tarde Daniel, «el baby face», apareció con ella tomada de la mano, sentí mi corazón estallar. La presentó como su novia. Era obvio que justo él la conquistara; Daniel estaba con todas. Creo que lo odié en ese momento, pero puse mi mejor sonrisa.

Ana Laura llevaba un pantaloncito de jean cortito, que apenas cubría sus nalgas, y una remerita anudada por delante, que marcaba sus terribles tetas. Miles de trencitas adornaban su cabellera, dándole un toque especial. Saludó a cada uno con un beso en la mejilla. Cuando llegó mi turno, traté de prolongar ese momento, embriagado por su rico perfume.

Apenas la noche siguiente, en una reunión de chicos, Daniel narró, con lujos de detalles, cómo se la había cogido. Entre cervezas, describió cómo tenía el culo abierto, cómo se movía, las tetas preciosas que portaba, cómo gritaba y lo ninfómana que era. Según él, lo mejor era cómo la chupaba, haciendo penetraciones profundas hasta el fondo de la garganta. Obviamente, en medio de la reunión de machos, me sumé a las risotadas, pero por dentro sentía una daga destrozándome el corazón.

Quería tomarlo por el cuello por ser tan bocón y hablar así de Ana Laura, pero también la odiaba a ella, porque él solo estaba abriéndome los ojos para mostrarme lo que nunca quise ver: que esa chica era una puta.

Me juré no volver a pensar en ella. Había tantas mujeres buenas, seguramente mejores que ella. Pero esa firmeza de pensamiento solo duraba hasta volver a verla. Su sonrisa, su mirada… Y aunque ella me ignorara, nada podía hacer. La historia empezó a repetirse.

En cada encuentro, Daniel tenía la palabra y Ana Laura estaba en boca de todos. Los chicos solían excitarse con los relatos. Bueno, incluso yo me calentaba. Hubiera dado lo que no tenía por estar, aunque fuera una vez, en el lugar de Daniel. Pero solo eso.

Apenas dos meses después, la relación entre ellos ya estaba en un punto sin retorno. Se habían cansado mutuamente. A Daniel le sobraban las chicas y a Ana Laura le sobraban los chicos. Mi amigo ya no la respetaba y gritaba a los cuatro vientos todo lo perra que era. A pesar de ello, yo seguía amándola en silencio.

Ese sábado, Daniel y Rogelio estaban en exceso alborotados, excitados, con algo entre manos. Sería una nueva puñalada en mi corazón. Daniel sacó su celular y, al compás de sus palabras, nos iba mostrando fotografías y videos. Resultó que le había contado a Ana Laura sobre la enorme verga de Rogelio y, movida por la curiosidad, ella accedió. Vimos el primer plano de la enorme pija de nuestro amigo metiéndose por el culo de Ana Laura.

Escuchamos sus gemidos, diciéndole que se la metiera toda. Era una obra maestra del sexo anal. Daniel la había entregado como ganado, y a ella obviamente no le importaba. Solo quería darse el gusto, excitándose tras la lente que guardaba para siempre ese momento.

Rogelio fue quien contó su parte de la historia. Sabía que la relación entre ellos tocaba fondo y que solo lo invitaron a sumarse. Dijo que Ana Laura tenía un culo exquisito y que, a pesar de metérsela hasta el fondo, ella solo pedía más y más. La describió como una puta muy caliente y confesó que se había enamorado de su pija.

No sé por qué, pero confieso que esa noche, en la soledad de mi cuarto, me masturbé tres veces seguidas. Imaginaba ser parte de su mundo, del mundo de Ana Laura, que ella tan solo me diera una oportunidad. Pero después de eyacular, solo me puse a llorar como un niño hasta quedarme dormido.

Lo que seguiría durante el siguiente año y medio sería lo más cercano a vivir en el infierno. Daniel se había olvidado de ella, pero nació una nueva relación entre Rogelio y Ana Laura. Todo por la verga que él tenía y por cómo la cogía, solo por eso. Esa situación estaba clara cada vez que Ana Laura estaba con nosotros. Daniel, siendo buen amigo, no tenía problema en destacar las «aptitudes» de Rogelio. Confieso que muchas veces ella sonaba tan puta al hablar que hasta me daba asco.

Intenté seguir adelante. Me metí de novio con Paula, también una chica del club, del tipo de mujeres con las que te enamoras para toda la vida. Ella parecía incondicional a mí. Pero la estaba engañando y me estaba engañando. Yo no podía amarla mientras Ana Laura estuviera cerca.

Ellas no se llevaban bien. Paula odiaba a Ana Laura, literalmente. La despreciaba por ser una puta y porque era evidente que yo estaba enamorado de ella. Me decía que era un estúpido, y aunque yo lo negara una y otra vez, Paula podía leerme como un libro abierto.

Las cosas se complicaron aún más en la temporada veraniega. Ana Laura, consciente de sus atributos, apareció ese año con un traje de baño enterizo, colaless, demasiado cavado y escotado. Era un modelo hecho para chicas privilegiadas, y en ella todo parecía provocativamente perfecto. Caminaba al borde del natatorio como un pavo real, y era imposible no mirarla. Peor para mí, que la amaba en silencio.

Paula no toleró la situación. Estaba harta y solo me dijo que, cuando dejara de amarla, podría tener ojos para otra mujer.

Estaba molesto con Paula por haberme dejado, con Ana Laura por ignorar mi existencia, con mis amigos por tratarla como a una puta, y con el mundo por no ser como yo quería que fuese. Al terminar la temporada, por marzo, me alejé un poco del grupo de amigos.

No podía con todo y vivía con mucha angustia. Ya tampoco quería ver a Ana Laura, ya no. Los comentarios sobre ella ya no me sonaban divertidos.

A principios de abril, Rogelio, quien aún era su pareja, vino con una propuesta macabra. Todo había surgido entre ellos. Necesitaban unos pesos para pagar unas deudas y, en fin, si poníamos quinientos pesos cada uno, Ana Laura nos daría una chupada de verga que jamás olvidaríamos. Sonó tan perverso como macabro.

Daniel se apartó de inmediato, ya que él sabía de qué se trataba y no tenía intención de volver a intimar con ella. Pero el resto no pudo decir que no, incluso yo, porque tal vez fuera la única vez que obtendría algo de ella.

Hicimos un triste sorteo previo, y mi suerte marcó el quinto lugar. Rogelio y Ana Laura llegaron puntuales. Le dimos el dinero, ella lo contó y lo guardó en su cartera.

Sergio fue el primero en pasar. Solo sacó su pija dura, y Ana Laura se arrodilló sin mediar palabra para empezársela a chupar. Se veía muy rico, muy profundo. Ella llevaba cada centímetro con suma facilidad hasta que su nariz tocaba el vientre de mi amigo. Me daban muchas ganas, pero tenía que esperar mi turno. Luego de unos minutos, ella dejó de chuparla y comenzó a masturbarlo rápidamente con una de sus manos, mirándolo a los ojos.

Eso me molestó. Actuaba como una puta, apurando el momento, como si solo quisiera que él eyaculara y ya.

Cuando notó que Sergio estaba por llegar, apresó su glande entre los labios. Su ceño se frunció al recibir el esperma en su boca, tragándolo con premura, todo, hasta la última gota. Tomás, el macho alfa, segundo en el sorteo, apartó con premura a Sergio, casi con un empujón.

Era su turno. Él la tomó por los cabellos y la forzó a comérsela toda. Ana Laura estaba rendida. Cuando todo terminó, un hilo de saliva blancuzca, mezcla de semen, caía por la comisura de sus labios.

Marcos clamó su lugar como tercero, pero fue en ese momento cuando toda la situación empezó a darme náuseas. Sin decir nada, salí del cuarto. Me dirigí al patio trasero, encendí un cigarrillo y miré las estrellas, la negrura del cielo y la luna que se escondía entre los grises nubarrones. Me senté en una hamaca para niños que había allí y dejé que el tiempo corriera.

Cuando todo terminó, ellos salieron al patio y se acercaron donde estaba. Ana Laura, con tono socarrón y evidentemente para molestarme frente a los demás, me dijo:
—¿Y a vos? ¿Qué bicho te picó? Te aviso que no hay reintegro…

Las risas explotaron a mi alrededor. Por primera vez, las palabras no se ahogarían en mi garganta. Solo le dije:
—Ana Laura, ¿cómo podés ser tan puta?

Volvieron a reírse. Alexis, con una botella de cerveza en la mano, agregó con su tono burlón:
—¡No se rían de Dante! ¿No ven que él está enamorado?

Todos se rieron, excepto Ana Laura, quien, por primera vez, pareció reparar en mí. Me aparté y me fui a casa. Como siempre, me tiré en la cama.

Dos días después, nos cruzamos nuevamente. Ella me detuvo en mi camino y me dijo que lo sentía, que nunca se había dado cuenta de cómo yo la miraba.
—¿Por qué lo haces, Ana Laura? —le pregunté.
—Es que me gusta mucho… la verga, ya sabes —respondió sin rodeos.

A esa primera charla siguieron otras más. Como un tonto, me cegué con ella otra vez. Sería mi turno de ser su novio, de lucirla orgulloso de mi brazo, de presentarla a mis padres.

La primera vez que hicimos el amor fue única. Ella había estado con muchos, y yo solo con ella, en mi imaginación. Prácticamente, ella hizo todo el trabajo. Ana Laura me besó por todos lados: en el rostro, en el pecho, y bajó entre mis piernas.

Esta vez sí la dejé hacerlo. Muy profundo, muy rico, muy goloso. Engullía mi verga por completo, incluso pasando su lengua por mis bolas. Seguía más y más, y me sentí venir. No podía creerlo. Al fin, Ana Laura era mía. Eyaculé con mucha fuerza mientras ella aún tenía toda mi pija en su boca.

Luego se vino sobre mí, a cabalgarme, y me dio un hermoso beso, pero dejó caer todo el semen mezclado con saliva en mi boca. No lo vi venir. Me molesté y empecé a escupir mientras ella se reía a carcajadas.
—¿No te gusta? —preguntó, divertida—. ¡A mí me encanta!

Luego volvió a montarme, metiendo sus gloriosas tetas en mi boca para que me llenara con sus pezones. Parecía asfixiarme. Sentí cómo se estremecía entre mis brazos. Se la metí toda y se sintió perfecto. Me costaba creer que mi verga estuviera dentro del sexo de la inalcanzable Ana Laura.

Mientras se masturbaba el clítoris, me untó los dedos con saliva y me hizo enterrárselos en el culo, uno, dos, tres, cuatro, con suma facilidad.

Era demasiado perfecto: su rostro desencajado de placer, mis dedos por detrás, mi pija por delante, sus pechos en mi boca. Entre gemidos y gritos, me pedía que no dejara de cogerla. Se movía como poseída, y no tardé en venirme otra vez.

Seguimos sin prisa, pero sin pausa. Después de ocho horas, le pedí que paráramos. Estaba exhausto. Necesitaba un cigarro.

Las cosas parecieron funcionar bastante bien entre nosotros, con altos y bajos, como en toda pareja. Pero yo me negaba a ver la realidad. Estaba rendido a sus pies, perdido en un amor incondicional. Sin embargo, ella… ella solo me tenía lástima. Yo era un tipo bueno, tal vez el primero que no estaba con ella solo por su cuerpo.

Pensé que un compromiso formal disiparía todas las dudas. Al principio, ella lo tomó a broma, pero, en esos días, yo era uno de los pocos que ya se ganaba la vida por sí mismo y ganaba un buen dinero. Lamentablemente, creo que los billetes fueron el último motivo que necesitó para darme el «sí».

Recuerdo que discutí con Marcos antes de tomar esa decisión. Me llamó al margen del grupo, preocupado por mis intenciones de casarme con Ana Laura. Me dijo algo como:
—Dante, ¿estás loco? ¿Qué te pasa, hombre? ¡Reacciona! No puedes casarte justo con ella. Sabes tan bien como yo que le gusta la pija más que un dulce. ¡Si ya se acostó con todo el barrio!

Lo empujé para apartarlo de mi camino y, en respuesta, le dije que era un envidioso, que siempre había tenido celos de mí. Inventé cuantas pavadas pude para negar su verdad. Nos distanciamos. Fue tal el enojo que Marcos sería el único de mis amigos que no asistiría a la boda.

Esa noche fue mágica. Vestido de negro, la esperé al pie del altar. Ana Laura ingresó vestida de blanco, impoluta, del brazo de su padre, al paso cansino de la marcha nupcial. Al mirar a un lado, vi a Tomás, Marcelo, Alexis, Sergio, Daniel y Rogelio, testigos de lo que estaba ocurriendo.

En esos segundos, recordé que ella había estado con Daniel, luego con Rogelio y aquel día en que les chupó la pija a todos mis amigos. También imaginé que muchos de los presentes en la capilla probablemente habían pasado por su cama. Pero no me importó. En verdad, no me importó.

Mi matrimonio con Ana Laura duraría ocho años, cinco meses y veinte días. Aún lo tengo marcado en mis recuerdos. Ella me fue infiel desde el primer momento, tal vez desde la misma noche de bodas. La sorprendería muchas veces con otros hombres, y muchas veces la perdonaría. Seguramente, hubo muchas otras infidelidades de las que ni siquiera me enteré.

Lo peor fue enterarme de que mi amigo Rogelio había vuelto a las andadas. ¡Mi amigo! Tragar saliva mientras me pedía perdón fue humillante. Me dijo que no lo había pensado, que creyó que yo no me enteraría. Y ella, con una caradura inigualable, solo me dijo:

—Es que nadie me cogió como Rogelio. ¡Y tiene tremenda pija!

En ese momento, le juré a mi amigo que si volvía a cruzarlo, lo mataría. Le advertí que se cuidara de mí.

Un día, Ana Laura hizo las maletas y me dejó. Me quedé solo, abandonado. Perdí a mis amigos, especialmente a Marcos, quien fue el único que me dijo cómo serían las cosas desde el principio.

Hoy trato de sobreponerme a mi depresión. Tomo mis medicamentos a horario y hablo puntualmente con mi psicólogo y mi psiquiatra. Sé que no son la cura, pero por lo menos me ayudan a sobrellevar el calvario de su ausencia. Sigo esperando que vuelva. Cuatro años, once meses y tres días…

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