Un amor en cada pueblo es un poco el reflejo de mi vida. Bohemio, solitario, alejado de la familia tradicional, esa con esposa, con hijos. No, nada de eso se me daba.
Había terminado apenas mis estudios primarios; estudiar no era lo mío. Tenía un don especial para la música, me encantaba. Solo de oído, en la adolescencia, había aprendido a tocar algunos instrumentos e intentaba ponerle la voz a las canciones.
Me uní con algunas personas mayores, con experiencia. Fui parte de algunos conjuntos de música y empecé a deambular de un lado a otro. Dejé la casa de mis padres aún siendo menor de edad. A veces no tenía dónde dormir o qué comer, pero no me importaba. Era feliz conociendo lugares, personas y regalándole mis canciones a quien quisiera escucharlas.
Fui perfeccionando mi voz. También tenía facilidad para el inglés; me daba igual mi castellano natal que la lengua extranjera. Podría decir que cerca de los treinta había conseguido equilibrar la balanza: gozaba de un cierto reconocimiento en el entorno y tenía muchos contactos que siempre podían darme una mano, una carta de recomendación. Mi nombre artístico, Joel Menta, no pasaba desapercibido.
Un nombre que puede resultar cómico, pero así me llamaba un amigo, y Menta era solo mi apellido, Mentacazzo truncado al medio. Corto, fácil de recordar y pegadizo.
Mi vida parecía repetirse una y otra vez: primero solía elegir ciudades pequeñas, tranquilas, sin sobresaltos. Luego, los mejores sitios donde la gente solía ir a divertirse por las noches. Después, un contrato por unos meses, y finalmente el trabajo. Cada noche, todas las noches, cantaba música suave y tranquila, acompañando el entorno a media luz, donde los comensales casuales podían disfrutar de mi compañía. Muchas veces dejaban cuantiosas propinas o pedían algún tema en especial.
Siempre buscaba contratos cortos porque siempre, en cada pueblo, me enganchaba en alguna situación amorosa. Soy un agradecido. No soy un hombre atractivo, pero mi voz, mis canciones y mi perfil a la sombra me daban un ángel especial. Ahí me movía como pez en el agua, y las chicas caían con llamativa facilidad.
Podría contar muchas historias, una por cada pueblo que he dejado atrás. Ciertamente sonaría pedante, fanfarrón, y esa no es mi intención. Yo sabía cuándo era hora de partir: cuando alguna empezaba a enamorarse (yo no estaba hecho para el amor), o cuando algún marido cornudo empezaba a sospechar demasiado. No voy a negarlo: las mujeres casadas me sabían a un desafío diferente, porque era ocupar el lugar de alguien más.
Pero siempre hay una excepción a la regla, y de esa excepción es de la que quisiera narrar.
Había desembarcado en esa ciudad como lo hacía en todas: tomaba un camino y dejaba que ese camino me llevara a donde fuera.
Nuevo Horizonte era el nombre del pub-restaurante en el que me ganaría el dinero. Conocía al dueño de algún tiempo atrás, es que tenía muchos conocidos y conocidos de conocidos. Mi agenda era tan amplia como mi vida misma.
Él me había comentado que quería darle un toque entre romántico y sexy al lugar, que justamente abría sus puertas y debía oponerse al bodegón que terminaba de cerrar tiempo atrás, el conocido Viejo Horizonte.
Dardo Vázquez y sus socios no habían escatimado dinero. Todo lucía renovado: el ambiente, muy moderno; los amoblamientos del lugar; la vestimenta del personal y los platos sofisticados que podían seleccionarse. Todo era más que perfecto para una clientela privilegiada.
Las puertas se abrían cada noche, todas las noches, a las ocho en punto y se cerraban a las tres de la mañana. La rutina era un poco la misma cada día: empezaba como un sitio familiar para cenar, y a medianoche, naturalmente, el público mudaba a grupitos de hombres, mujeres, parejas entre los veinte y los treinta. Momentos románticos, momentos de amigos, o momentos de iniciar alguna nueva relación.
Yo tenía mi rutina ensayada, me la sabía de memoria. Tenía un repertorio lo suficientemente grande como para no repetirme ni sonar aburrido. Sabía que debía mantenerme fresco, innovador, y siempre buscaba cosas nuevas.
Además, era atento con el público y nunca me negaba cuando me pedían que cantara algún tema, a no ser que sucediera lo que sucedería con Milagros, donde jugaba mis comodines en el juego del amor.
Esa noche parecía ser una más, pero no lo sería. Cantaba como siempre, en las penumbras, un tanto retirado, observando el ambiente como solía hacerlo, donde los rostros a media luz parecían desdibujarse.
A las dos de la mañana, cuando hacía mi último intervalo, ella apareció entre la nada y vino a mi encuentro. No la había visto antes y me pregunté cómo se me había pasado por alto.
Su rostro era perfecto, su piel blanca, sus ojos celestes como el cielo. Sus cejas marcadas y una naricita apenas dibujada acompañaban unos gruesos labios, muy marcados en un rojo oscuro y mate de lápiz labial. Varias argollas adornaban sus orejas, cubiertas por una interminable melena de cabellos morenos por naturaleza, aunque fueran blonda por elección.
Llevaba un ajustadísimo corsé estilo medieval en tonos rojos y negros, que solo hacía explotar dos enormes pechos que no pasaban desapercibidos. Al mismo tiempo, marcaba una escueta cintura donde todo parecía perfecto. Sus brazos desnudos dejaban ver sendos tatuajes que se hacían muy atractivos a mis ojos, y en sus manos resaltaban unas largas uñas pintadas en el mismo rojo mate de sus labios.
Por debajo, un pantalón negro en látex brilloso se adhería a cada célula de su cuerpo, dibujando sus marcadas caderas y, sobre todo, su prominente pubis que no podía ignorar. Para completar, llevaba unos zapatos rojo fuego con altísimos tacones que le regalaban casi veinte centímetros.
—Me gusta mucho cómo cantás —me dijo.
—¡Gracias! ¿Cómo te llamás? —pregunté.
—Milagros…
—Milagro es conocerte —dije, arrancándole una sonrisa.
—¿Puedo pedirte una canción?
—¡Por supuesto!
Ella me dio un título. Podría haberla cantado, pero cuando una mujer me atraía, solo le decía que no podría interpretarla esa noche porque no estaba preparada. Con gusto lo haría en otra oportunidad, si es que ella quisiera volver.
Torció la boca a un lado, no conforme con mi respuesta, mientras sentía que me pesaban los ojos. No podía dejar de ver la perfección femenina que tenía frente a mí, al punto que ella lo notó y se rió para decirme:
—¿Todo bien? Vas a comerme…
Intenté seguir la conversación, pero ella me dijo que estaba de fiesta con unas amigas y debía volver. Además, seguramente yo debía seguir con mi repertorio, cosa que era cierta. Me aseguró que no faltaría oportunidad, giró y, mientras se alejaba, comprobé lo que imaginaba: si por delante era perfecta, por detrás solo era… Dios, ¡qué cuerpo tenía!
Pareció que el pez esta vez se escapaba de las redes, y yo solo no pude.
A las tres de la mañana todo había terminado. Acomodé las cosas y era hora de regresar a casa. Salí y empecé a caminar hacia el modesto hotel donde paraba, como hacía cada madrugada, encerrado en mis pensamientos, con un cigarro en la boca.
Había mucho movimiento en la avenida, y entre tanto me crucé con un grupo de chicas a las cuales no presté demasiada atención.
—¡Hey! ¿Me convidás una pitada?
Era ella. Diablos, ¿cómo no la había visto? ¿Tan ciego estaba?
Vino a mi lado, tomó la mano que tenía el cigarro y la llevó a su boca. Aspiró fuerte y, luego de largar el humo por sus fosas nasales, dijo mirándome a los ojos:
—Sos un mentiroso. Solo no quisiste cantar la canción que te pedí para así abrir las puertas para volver a vernos.
Me reí meneando la cabeza. El maestro había quedado en evidencia. Le dije directamente:
—Es que creo que me enamoré al verte y moriré si no logro tenerte en mi cama.
Ella se rió y respondió:
—Puede ser, pero no será esta noche, ¿quién te dice, mi triste cantante de blues…?
Ella dio la vuelta para volver con sus amigas, pero esta vez fue mi turno de aferrarla por la mano. Saqué una de mis tarjetas personales, esas que suelo usar para negocios, y la puse a su alcance:
—Ahí está mi celu. Llámame cuando quieras volver a escuchar tu canción. La prepararé para ti.
Se despidió con un guiño de ojos y, en ese instante, al verla alejarse, sentí que había tenido demasiadas mujeres, pero tal vez no tendría a la que realmente quería tener.
Pasaron los días: uno, dos, tres, una semana… y me fui desengañando a mí mismo. Miraba mi celular esperando a que ella diera señales de vida, pero nada, nada de nada. Más de una vez me había tocado perder, pero esta vez me dolía perder.
Para mi fortuna, volveríamos a encontrarnos. Esta vez eran apenas las diez de la noche. Ella estaba en una mesa pequeña reservada muy cerca de donde yo me encontraba. No estaba tan provocativa como aquella primera vez, pero seguía siendo hermosa: un jean ajustadísimo en un celeste despintado y un escueto top blanco que hacía resaltar sus increíbles pechos, que parecían hacer equilibrio para no escapar por un lado o por otro.
Su vientre plano y su escueta cintura ahora desnuda dejaban al descubierto un piercing brillante en su pequeño ombligo.
Pero no todo era color de rosa, también había espinas: ella no estaba sola. Al frente, un caballero bien vestido, de clase acomodada, lucía pulcro. Por cómo la tomaba de la mano y cómo se miraban, era evidente que eran pareja.
Seguí cantando, tema tras tema, mientras su mirada, a corta distancia, parecía devorarme. Por supuesto, canté la canción que ella me había pedido.
En mi primer descanso, ella vino a mi lado con él detrás. Pasó una mano por mi hombro, como si fuésemos amigos de toda la vida, y me dio un cálido beso en la mejilla:
—¡Hola, Joel! Gracias por tocar mi canción, ¡me gustó mucho!
Sonreí en agradecimiento y ella continuó:
—Mira, te presento a Lautaro, mi esposo. Lauti, él es Joel, de quien tanto te hablé.
El tipo estiró secamente la mano y yo devolví el gesto. Cruzamos algunas palabras mientras ella permanecía tan pegada a mí, con su mano acariciando mi hombro y sus pechos, tan cerca, amenazando con hacerme perder el control. Sentí una nerviosa erección que no pude contener. Pero ahí estaba su marido, hablando conmigo.
La noche siguió adelante. Continué cantando, y ellos permanecieron en la mesa, imperturbables. Ella no me quitaba los ojos de encima. En el siguiente intervalo, volvió a mi lado, me obsequió un trago y dijo sin rodeos:
—Quiero que me cojas. Cuando termine el show, nos vamos a mi casa.
—¿Pero… y tu marido? —respondí, desconcertado.
—Pufff… ¿Ese? Vos no te preocupes por ese.
Me sentí confundido. No estaba acostumbrado a que una mujer fuera tan directa. Pero así parecían ser las cosas. En el tiempo que me quedaba para terminar el show, me dediqué a observar a esa pareja. Era obvio que él no estaba a su altura. Él era solo el felpudo de una mujer decidida y llamativamente hermosa. Seguramente ella hacía lo que quería delante de sus narices, y él lo aceptaba con resignación.
Durante toda la noche, ella se encargó de provocarme, ante la pasividad de Lautaro. Para Milagros, parecía que solo ella y yo estábamos en el lugar.
Al terminar la noche, nos encontramos los tres caminando hacia su auto. Ella conduciría, mientras mandaba a su marido al asiento trasero y yo iba de acompañante, dejando muy en claro los roles de cada uno en el juego.
Durante el viaje, ella parloteaba en un monólogo, mientras Lautaro solo hablaba si ella le daba cabida. Yo, por mi parte, me perdía obscenamente en la manera en que el cinturón de seguridad se enterraba entre sus pechos.
Al llegar, nos dirigimos a un living con dos amplios sillones enfrentados y separados por una mesa ratona. Ella me pidió que me pusiera cómodo y le dijo a su esposo que fuera por unos tragos. Lautaro volvió minutos después con unas copas y varias botellas de bebidas blancas. Se sentó frente a nosotros, marcando nuevamente los roles.
La conversación tomó un tono caliente. Ella llevaba el hilo, comentando sobre cómo con mi música tendría muchas mujeres y que yo era un tipo interesante. Además, dijo que le había hablado mucho de mí a Lautaro.
Mientras tanto, sus gestos hablaban más que sus palabras. Me seducía con la mirada y con cada movimiento. Trago tras trago, la situación se volvía más intensa.
Habíamos bebido demasiado, y ella rompió el momento con un anuncio directo:
—Chicos, ¿me esperan? Voy a ponerme más cómoda. Ya no aguanto esta ropa.
Se alejó meneando el trasero, dejando tras de sí una atmósfera cargada de tensión. Lautaro y yo compartimos un tenso silencio.
Cuando volvió, era otra. Se había quitado el pantalón y el top. Ahora solo llevaba una diminuta tanga y un baby doll transparente que dejaba ver sus pechos firmes como rocas. Se acercó, besó a su marido en la boca y luego vino hacia mí, directo a montarse sobre mis piernas.
Milagros se sentó a horcajadas sobre mí, rodeando mi cuello con sus brazos y acercando su rostro al mío. Sin decir una palabra, comenzó a besarme con una mezcla de rudeza y pasión. Mis manos, instintivamente, se posaron en sus caderas, deslizándose hacia sus nalgas, mientras la intensidad del momento crecía.
—Bebé, ¿te gustan mis tetas? Quiero que me las chupes —susurró con voz ronca.
Sin esperar respuesta, deslizó los tirantes del baby doll hacia abajo, dejando al descubierto sus pechos. Me entregué al deseo, lamiendo y mordisqueando sus pezones, mientras ella gemía y se retorcía. Cada sonido que salía de su boca me encendía aún más.
Entre gemidos, se giró hacia su marido, que estaba sentado frente a nosotros, observando cada detalle con un trago en la mano. Milagros, con un tono burlón, le dijo:
—¿Te gusta lo que ves? Dale, estúpido, ¿por qué no te desnudas?
Lautaro obedeció sin rechistar, quitándose la ropa con movimientos torpes, como si estuviera acostumbrado a cumplir órdenes. La escena se tornaba cada vez más surrealista.
Milagros lo miró fijamente y le ordenó:
—Ven, chupame la concha.
Sin dudar, Lautaro se arrodilló frente a ella y comenzó a darle placer con su boca. Yo, mientras tanto, me desnudé y me acerqué a su rostro. Ella me tomó por la base y empezó a chuparme con una dedicación que me dejó sin aliento.
El ambiente estaba cargado de deseo, y Lautaro no parecía molesto; al contrario, parecía excitarse al ver cómo su esposa me daba placer. De repente, ella, entre jadeos, lo miró y le lanzó una pregunta que me dejó atónito:
—¿Querés chupársela vos también?
Lautaro dudó solo un segundo antes de acercarse. Para mi sorpresa, lo hizo sin titubear. Me quedé inmóvil, sin saber cómo reaccionar, mientras él tomaba el relevo. Milagros alternaba entre besarlo y volver a mí, creando una dinámica que nunca había imaginado vivir.
La noche continuó entre risas, jadeos y movimientos cada vez más intensos. Milagros, tomando nuevamente el control, se levantó y, con un tono travieso, me miró fijamente:
—¿Te gusta esto, bebé? Quiero más.
La coloqué en cuatro sobre el sillón y la penetré con fuerza, arrancándole gemidos profundos. Sus manos se aferraron a los cojines mientras yo embestía con todo mi deseo contenido. Lautaro, en un rincón, observaba en silencio, su excitación evidente.
El clímax llegó como una explosión. Milagros gritó de placer mientras su cuerpo se estremecía bajo el mío. Yo, perdido en el momento, la abracé con fuerza mientras llegaba al límite.
Cuando todo terminó, el sol comenzaba a salir. Me vestí en silencio, aún tratando de procesar lo que había sucedido. Milagros me dio un último beso y me susurró al oído:
—Esto no termina aquí
Días después, ella volvió al pub, pero esta vez sin Lautaro. Nos vimos en mi habitación y todo fue diferente. Era más íntimo, más nuestro. Hicimos el amor una y otra vez, sin terceros ni juguetes de por medio.
Entre encuentros apasionados, empezamos a conocernos más allá de lo físico. Milagros me contó detalles de su matrimonio con Lautaro, al que definió como un “reprimido”. Me explicó que todo había sido normal al principio, pero con el tiempo, él empezó a mostrar actitudes extrañas.
Le pregunté por qué seguían juntos. Me respondió que era un acuerdo tácito: las separaciones eran problemáticas y, mientras tanto, ambos podían explorar libremente. Era una relación extraña, pero para ellos parecía funcionar.
Sin embargo, algo comenzó a cambiar. Entre encuentros y charlas, noté que Milagros empezaba a enamorarse de mí, y yo… yo también me estaba enamorando de ella.
Ella comenzó a hablar de un futuro juntos, de mudarnos a otra ciudad y empezar de nuevo. Pero eso no era lo mío. Yo no era un potro fácil de domar. Había nacido libre, y así quería morir.
Cuando ella comenzó a celarme en el pub, por las chicas que se acercaban a pedirme canciones, supe que era hora de actuar. Usaría mi carta de siempre, la del cobarde.
Cerré todos mis compromisos en ese lugar. Dejé una carta de despedida para Milagros y partí de madrugada, en silencio, como siempre lo hacía. Tomé la carretera, dejando que el camino decidiera mi destino.
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